La muchacha del paraguas amarillo

El paisaje desde la ventana de la oficina de Sofi es un muro de piedras al otro lado de la calle que se alza para abrazar al palacio de la vieja Casa de Niños Expósitos de Buenos Aires, convertido hoy día en uno de los más grandes y concurridos hospitales de niños de la ciudad.

Promedia el mes de marzo de 2020. Sofi está al pendiente de las novedades respecto a las medidas de aislamientos que se tomarán en su trabajo y gana tiempo colectando algunos documentos que necesitará en caso de tener que trabajar desde su casa. Procura no olvidar nada, guarda en su bolso cargadores, cables y la vianda que no atinó a tocar en todo el día. A la mano deja su paraguas amarillo.

Afuera, en la calle, pese a que el sol insistía en señalar que el verano aún no había terminado, un rebaño de nubes negras empezaba a tragarse el cielo vorazmente, dejando soltar algunos goterones como misiles sobre las cabezas de los acalorados desprevenidos. Para Sofi eso no era un problema.

Su madre le había regalado un paraguas amarillo para la última Navidad no sin antes haberle consultado qué necesitaba, pues hacía años que esas cosas no se libraban al azar en la familia. En ese momento Sofi recordó que la última tormenta del año había terminado de darle la extremaunción a su viejo paraguas y ese sería un buen regalo, pero le pidió especialmente que fuera de un color bien brillante, que se pudiera distinguir desde lejos. –“Es que cuando llueve no puedo ver bien y necesito que los otros me vean a mí desde lejos”.

A las cinco de la tarde la “pestilencia”, como le nombraban en los medios, derribó todos los diques ortodoxos de la oficina de Sofi.  “Todos pueden y deben irse a sus casas”. Las despedidas fueron hasta quién sabía cuándo.

Rodeando el muro del hospital bajo el cielo cerrado y la lluvia constante, Sofi llegó hasta el primer semáforo de cuatro que tenía hasta la estación de metro. No la advirtió al principio, porque Sofi no ve bien cuando llueve, pero a su lado, parada bajo la lluvia, había una muchacha muy delgada, de no más de veinte años. Sofi se la quedó mirando un instante, extrañada porque tampoco nadie parecía haberla notado. Llevaba por la espalda una trenza negra hasta la cintura que chorreaba agua como una canilla, y por delante, en una toalla anudada a su cuello, un bebé de pocos meses que apenas asomaba la frente empapada y la mirada perdida.

No se trataba de una situación inédita ni mucho menos. La muchacha no era más que parte del desfile de muchachas de escasos recursos y condiciones penosas que todos los días acudían solas al hospital con sus niños en brazos.

Para Sofi esa era una escena corriente y su pensamiento al respecto, y muchas veces comentado entre compañeras de trabajo, siempre giró en torno a que nunca se veía a los padres, siempre las madres o a las abuelas, o a las madres con las abuelas, pero definitivamente el hospital no era el territorio de los hombres.

Sin pensar demasiado Sofi cubrió a la muchacha y al niño con su paraguas amarillo y encadenó su brazo con el de ella rompiendo, sin pensar, toda regla de distanciamiento social. Le preguntó si iba hasta la estación y ella contestó, con un marcado acento de provincia, que sí, que gracias, pero que luego debía caminar hasta la parada del autobús que se hallaba a otras cinco manzanas de distancia.

El semáforo les permitió el paso y avanzaron juntas en dirección a la estación sin que ninguna de las dos supiera qué decir. Por suerte, pensó Sofi, el paraguas amarillo haría que los vehículos las advirtieran desde lejos y ella podría enfocarse en evitar charcos y baldosas flojas. Eso creyó, pero era mentira. Había un puño en la garganta de Sofi que no la dejaba pensar más allá de la muchacha y su angustia, que ahora también era suya.

Llegaron al resguardo de la estación. “Quédate con el paraguas” dijo Sofi. La muchacha abrió la boca para decir algo, pero fue incapaz de hablar.  Sofi le cerró la mano sobre el mango del paraguas. “Quédatelo, yo vivo pegado a la estación, no me mojaré de todos modos”. Eso también era mentira, pero ya no importaba.

“Adiós, y cuídate mucho por favor”.  La muchacha sonrió. Sofi le devolvió la sonrisa y así se despidieron.

Apurando el paso hasta los andenes Sofi no pudo contener las lágrimas sintiendo que esa congoja debería ser la de todos: la muchacha sola, la muchacha y su bebé enfermo, la muchacha y la pobreza, la muchacha y la indiferencia, la muchacha y todas las pestilencias del mundo.

Quería volver a verla, quizás cuando todo esto terminara volvería a encontrarla cerca del hospital. Estaría atenta los días de lluvia porque, aunque Sofi no ve muy bien cuando llueve, un paraguas amarillo podría verse desde lejos.

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